Aquella mañana de Octubre se despertó seca, fría sin atisbo de las templanzas de los últimos días. ¿Quien iba a decir que la recordarían años más tarde como la mañana de la desgracia? Nadie atiende a los avisos cuando nos creemos inexpugnables. Algunos vecinos apuntaron que el día anterior habían oído chirriar los forjados, quizás vieron más bostezadas las grietas de los paramentos, pero como iban a pensar que iba a pasar lo que pasó.
Los edificios altos no caen, pero quizás nos olvidamos de que los golpes se acumulan como en la vida de los boxeadores viejos y el aire se acaba en las noches de ansiedad cuando los recuerdos se apelmazan en los insomnios hasta esa hora en la que apunta el alba. Nadie fue culpable, pero todos aportaron el pequeño saco de carga que hizo el peso insoportable.
Cuando el edificio empezó a derrumbarse, por la terraza aun estaban colgados los cadáveres abiertos en canal como en la novela de Andreu. Las moscas se comían los restos de las palabras que quedaban en las osamentas huecas y los enanitos cabrones de Murakami daban dentelladas al elefante del zoo que había desaparecido años atrás y que vagaba jadeante por los tejados. Igual era la adolescencia. Todo se precipitó y nadie quedó vivo.
Fueron no más que el tiempo de un polvo a los cincuenta que todo se convirtió en una bola de humo. Todo se quebró como un mondadientes de abuelo tras el almuerzo. Y lo más duro fue el silencio, los minutos de silencio antes del primer llanto, antes del primer sonar de móvil, antes de la primera sirena.
Y tras las coronas de flores, cuando todas las palomas llevan en el cuello crespones negros como en el poema de Auden y los guardias guantes negros de algodón, tras las esquelas y las investigaciones periciales empezó la reconstrucción y la plaza se lleno durante meses de ramos de flores marchitas y las violetas empezaron a llegar devueltas "adress unknown" y después nada.
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