Mi abuelo nunca me contó historias de la guerra, evitaba hablar de rencores fraticidas, expropiaciones de sueños, venganzas sostenidas en el tiempo. Mi abuelo nunca me habló de bandos, él que estuvo en el de Durruti y Ascaso de quienes hablaba pestes, por cierto. “Todos sabíamos que los fascistas eran lo peor, lo que más nos dolió fue descubrir que los nuestros no eran mejores”.
Mi abuelo nunca me contó
historias de la guerra, me habló mucho sin embargo de la retaguardia y la
posguerra. Me habló del hambre, de la cárcel, de juventudes robadas por fusiles
y banderas (“Quién nos resarcirá de
nuestra adolescencia destruida” gritaba el poeta) de hospitales de muerte; de
tísicos y amputados; de madres llorando a las puertas de morgues improvisadas.
A menudo me detengo a pensar
cuántas mentiras tendrán que soportar los nietos sin abuelos bajo la excusa de
cuarenta años de silencio. Me pregunto, si esta relectura maniquea de hoy
durará otros cuarenta que sumen ochenta de oscuridad. La historia de España
como arma que se tira a la cara del enemigo, decía el profesor Ramírez.
La narración torticera que
pretende unir a los hijosdeputa de ahora con los hijosdeputa de entonces; como
si entre ellos tuviera que existir necesariamente una relación de causalidad.
Estoy arto de que no se pueda criticar a los extremos sin que te acusen de
equidistancia.
Mi abuelo nunca me contó
historias de la guerra, quizá porque tenía guardadas en un altillo cerrado con
siete llaves todas sus banderas rotas. Quizá porque tiró al rio las llaves no
fuera que a algún nieto le diera por enarbolarlas para defender con las
ilusiones fallidas de entonces las injusticias de ahora.