El Libro es lo que no cambia, la
palabra indeleble susceptible de ser citada e interpretada; tomada como
argumento, contradicha desde la crítica con base en lo impreso; la permanencia
frente a lo eventual, no digo digital digo efímero, porque lo digital también
puede ser estático, ser libro. Decía no sé qué poeta que odiaba las versiones
digitales de sus libros porque ninguna era idéntica a la otra y dependía de la
capacidad de difusión para que se tomara como originario lo sucedáneo repetido
muchas veces y como verso propio el ripio cambiado, aunque fuera en una coma
ausente.
Lo clásico es lo que perdura, lo
que se tiene en consideración a través del tiempo, aunque sea para criticarlo;
lo contrario a lo eventual, esporádico y efímero, lo contrario a lo intrascendente.
Lo actual puede ser bueno o malo, pero solo será clásico para nuestros hijos; cuando
se reitere en una segunda lectura. De qué han debatido nuestros padres, con qué
argumentos; con qué argumentos han contradicho los argumentos de los otros. Cuáles
de esos argumentos son reutilizables para controversias nuevas, con qué los
enriquezco derivado de nuevas lecturas y de nuevas experiencias, el lujo de
poder adaptar un libro de los griegos a la controversia digital.
El libro también es examinable, la
pregunta por qué página vas huye de la respuesta que hipertextualiza y se
diluye, que divaga según la pantalla y el formato, que ni empieza ni termina porque
todo fluye, todo diverge, todo navega sin profundizar. La opinión sin
repregunta. La decisión sin deliberación. El libro clásico comentado y
discutido que porta nuevas lecturas según la experiencia personal. No basta con
opinar cuando alguien tiene el partido grabado y te lo muestra para contradecirte
con nuevas visiones.
Por eso miro mis baldas llenas de
libros, como la iglesia románica susceptible de arder o lo que es peor, ser
sustituida por copias restauradas políticamente correctas con vocación de originales.