lunes, 28 de agosto de 2023

Prefiero un libro

 

El Libro es lo que no cambia, la palabra indeleble susceptible de ser citada e interpretada; tomada como argumento, contradicha desde la crítica con base en lo impreso; la permanencia frente a lo eventual, no digo digital digo efímero, porque lo digital también puede ser estático, ser libro. Decía no sé qué poeta que odiaba las versiones digitales de sus libros porque ninguna era idéntica a la otra y dependía de la capacidad de difusión para que se tomara como originario lo sucedáneo repetido muchas veces y como verso propio el ripio cambiado, aunque fuera en una coma ausente.

Lo clásico es lo que perdura, lo que se tiene en consideración a través del tiempo, aunque sea para criticarlo; lo contrario a lo eventual, esporádico y efímero, lo contrario a lo intrascendente. Lo actual puede ser bueno o malo, pero solo será clásico para nuestros hijos; cuando se reitere en una segunda lectura. De qué han debatido nuestros padres, con qué argumentos; con qué argumentos han contradicho los argumentos de los otros. Cuáles de esos argumentos son reutilizables para controversias nuevas, con qué los enriquezco derivado de nuevas lecturas y de nuevas experiencias, el lujo de poder adaptar un libro de los griegos a la controversia digital.

El libro también es examinable, la pregunta por qué página vas huye de la respuesta que hipertextualiza y se diluye, que divaga según la pantalla y el formato, que ni empieza ni termina porque todo fluye, todo diverge, todo navega sin profundizar. La opinión sin repregunta. La decisión sin deliberación. El libro clásico comentado y discutido que porta nuevas lecturas según la experiencia personal. No basta con opinar cuando alguien tiene el partido grabado y te lo muestra para contradecirte con nuevas visiones.

Por eso miro mis baldas llenas de libros, como la iglesia románica susceptible de arder o lo que es peor, ser sustituida por copias restauradas políticamente correctas con vocación de originales.